martes, 30 de abril de 2013

ORNAMENTO Y DELITO - ADOLF LOOS, 1908


El enorme daño y devastación que produce el resurgimiento del ornamento en la evolución estética podrían olvidarse fácilmente, pues nadie, ni siquiera un organismo estatal, puede detener la evolución de la humanidad. Sólo la puede retrasar. Sabremos esperar. Pero será un delito contra la economía nacional pues, con ello, se echa a perder trabajo humano, dinero y material. El tiempo no puede compensar estos daños.

El ritmo del desarrollo cultural sufre con los rezagados. Quizá yo viva en 1908, pero mi vecino vive en 1900 y aquel de allí en 1880. Es una desgracia para un estado que la cultura de sus habitantes abarque un período de tiempo tan amplio. El campesino de la apartada región de Kals vive en el siglo xii. En la procesión de la fiesta del jubileo participó gente que ya en la época de las grandes migraciones se habría considerado atrasada. ¡Afortunado el país que no tiene este tipo de rezagados y depredadores! ¡Afortunada América! Entre nosotros mismos hay aún en las ciudades personas no modernas, rezagados del siglo xvm, que se horrorizan ante un cuadro con sombras violeta, porque todavía no pueden ver el violeta. A ellos les sabe mejor el faisán en el que el cocinero trabaja durante días y la pitillera con los ornamentos renacentistas les gusta más que la lisa. ¿Y qué pasa en el campo? Los vestidos y el mobiliario pertenecen a siglos pasados. El campesino no es cristiano, es todavía pagano.

Los rezagados retrasan el desarrollo cultural de los pueblos y de la humanidad, pues no es sólo que el ornamento esté engendrado por delincuentes sino que es además un delito, porque daña considerablemente la salud del hombre, los bienes del pueblo y, por tanto, el desarrollo cultural. Cuando dos personas viven cerca y tienen unas mismas exigencias, las mismas pretensiones en la vida y los mismos ingresos pero pertenecen a distintas civilizaciones puede observarse, desde el punto de vista de la economía de un pueblo, el siguiente fenómeno: el hombre del siglo xx se va haciendo cada vez más rico, el hombre del siglo xvm cada vez más pobre. Supongo que ambos viven a su gusto. El hombre del siglo xx puede cubrir sus necesidades con un capital mucho más reducido y, por ello, puede ahorrar. La verdura que le gusta está simplemente cocida en agua y condimentada con un poco de mantequilla. Al otro hombre no le sabe tan bien si no está mezclada con miel y nueces, y alguien se ha pasado horas cocinándola. Los platos adornados son muy caros, mientras que la vajilla blanca, que gusta a las personas modernas, es barata. Uno ahorra mientras que el otro se endeuda. Así ocurre con naciones enteras. ¡Ay del pueblo que quede rezagado en el desarrollo cultural! Los ingleses se hacen cada vez más ricos y nosotros cada vez más pobres...

Todavía mucho mayor es el daño que sufre el pueblo productor del ornamento. Como el ornamento ya no es un producto natural de nuestra cultura, sino que representa retraso o degeneración, el trabajo del ornamentista ya no está adecuadamente pagado. Son conocidas las condiciones en las industrias de los tallistas de madera y de los torneros, los precios criminalmente bajos que se pagan a las bordadoras y a las encajeras. El ornamentista tiene que trabajar veinte horas para alcanzar los ingresos de un obrero moderno que trabaje ocho horas. Por regla general, el ornamento encarece el objeto. Sin embargo se da la paradoja de que, cuando se vende, una pieza ornamentada, con el mismo coste de material que el objeto liso y que necesita el triple de horas de trabajo para su realización, se paga por el ornamentado la mitad que por el otro. La carencia de ornamento tiene como consecuencia una disminución del tiempo de trabajo y un aumento del salario. El tallista chino trabaja dieciséis horas, el trabajador americano sólo ocho. Si por una caja lisa se paga lo mismo que por otra ornamentada, la diferencia en cuanto a horas de trabajo beneficia al obrero. Si no hubiera ningún tipo de ornamento -algo que igual sucede dentro de unos cuantos miles de años- el hombre sólo tendría que trabajar cuatro horas en vez de ocho, ya que, hoy en día, todavía la mitad del trabajo se va en realizar ornamentos.

El ornamento es fuerza de trabajo malgastada y, por ello, salud malgastada. Siempre fue así. Hoy, además, también significa material malgastado y ambas cosas significan capital malgastado.

Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, ya no es expresión de ésta. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros ni con nada humano, es decir, no tiene ninguna conexión con el orden del mundo. No es capaz de evolucionar. ¿Qué pasó con la ornamentación de Otto Eckmann? ¿Y con la de Van de Velde? El artista siempre estuvo lleno de fuerza y salud, en la cima de la humanidad. Pero el ornamentista moderno es un rezagado o una aparición patológica. Él mismo reniega de sus productos al cabo de tres años. A las gentes cultas les resultan insoportables de inmediato, pero los demás sólo se dan cuenta de esto al cabo de algunos años. ¿Dónde están hoy los trabajos de Otto Eckmann? ¿Dónde estarán dentro de diez años los trabajos de Olbrich? El ornamento moderno no tiene padres ni descendientes, no tiene pasado ni futuro. Sólo es recibido con alegría por las gentes incultas, para quienes la grandeza de nuestro tiempo es un libro con siete sellos, y, al poco tiempo, reniegan de él.

La humanidad está hoy más sana que nunca, sólo hay unos pocos enfermos. Pero esos pocos tiranizan al trabajador que está tan sano que no puede inventar ornamento alguno. Le obligan a realizar, en diversos materiales, ornamentos creados por ellos.

El cambio del ornamento tiene como consecuencia una pronta desvalorización del producto. El tiempo del trabajador y el material empleado son capitales que se malgastan. He enunciado la siguiente idea: la forma de un objeto debe ser tolerable durante el tiempo que físicamente dure dicho objeto. Trataré de explicarlo: un traje cambiará muchas más veces su forma que una valiosa piel. El traje de baile creado para una sola noche, cambiará de forma mucho más deprisa que un escritorio. Qué malo sería, sin embargo, si tuviera que cambiarse el escritorio tan rápidamente como un traje de baile por el hecho de que a alguien su forma le pareciera insoportable; entonces se perdería el dinero gastado en ese escritorio.Esto lo saben bien el ornamentista y los ornamentistas austríacos intentan resolver este problema. Dicen: "Preferimos al consumidor que tiene un mobiliario que, pasados diez años, le resulta insoportable, y que, por ello, se ve obligado a adquirir muebles nuevos cada década, al que se compra objetos sólo cuando ha de sustituir los gastados. La industria lo requiere. Millones de hombres tienen trabajo gracias al cambio rápido". Parece que éste es el secreto de la economía nacional austríaca; cuántas veces, al producirse un incendio, se oyen las palabras "¡Gracias a Dios, ahora la gente ya tendrá algo que hacer!". Propongo un buen sistema: se incendia una ciudad, se incendia un imperio, y entonces todo nada en dinero y abundancia. Que se fabriquen muebles que, al cabo de tres años, puedan quemarse y que se hagan guarniciones que puedan ser fundidas al cabo de cuatro años, ya que en las subastas no se logra ni la décima parte de lo que costó la mano de obra y el material, y así nos haremos cada vez más ricos.

La pérdida afecta no sólo a los consumidores, sino, sobre todo, a los productores. Hoy en día, en aquellas cosas que gracias al desarrollo pueden privarse de ornamento, emplearlo significa fuerza de trabajo malgastada y material profanado. Si todos los objetos pudieran durar tanto estéticamente como lo hacen físicamente, el consumidor podría pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más dinero y tuviera que trabajar menos. Por un objeto del cual esté seguro que voy a utilizar y obtener el máximo rendimiento, pago con gusto cuatro veces más que por otro que tenga menos valor a causa de su forma o material. Por mis botas pago gustoso cuarenta coronas, a pesar de que en otra tienda encontraría botas por diez. Pero, en aquellos oficios que languidecen bajo la tiranía de los ornamentistas, no se valora el buen o mal trabajo. El trabajo sufre a causa de que nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor.
Y ya está bien así, pues las cosas ornamentadas sólo resultan soportables en la ejecución más deslucida. Puedo soportar un incendio más fácilmente si oigo decir que sólo se han quemado baratijas. Puedo alegrarme con las tonterías de la Künstlerhaus, porque sé que lo que han montado en pocos días se derribará en un momento. Pero tirar monedas de oro en vez de guijarros, encender un cigarrillo con un billete, moler y beberse una perla causan un efecto antiestético.
Verdaderamente los objetos ornamentados producen un efecto antiestético, sobre todo cuando se realizaron con el mejor material y con el máximo esmero, y cuando requirieron mucho tiempo de trabajo. No puedo negar que al principio exigía trabajos de calidad, pero desde luego no para cosas de este tipo.
El hombre moderno, que considera sagrado el ornamento como signo de superioridad artística de las épocas pasadas, reconocerá de inmediato en los ornamentos modernos lo torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien que comparta nuestro nivel cultural no puede crear ningún ornamento.

Ocurre algo distinto con los hombres y pueblos que no han alcanzado este nivel.

Predico para los aristócratas, quiero decir para los que se hallan en la cima de la humanidad y que, sin embargo, comprenden profundamente los ruegos y exigencias de los seres inferiores. Comprenden muy bien al cafre, que entreteje ornamentos en la tela según un ritmo determinado, que sólo se descubre al deshacerla; al persa que anuda sus alfombras; a la campesina eslovaca que borda su encaje; a la anciana señora que realiza objetos maravillosos en cuentas de cristal y seda. Los aristócratas les dejan hacer, saben que para ellos las horas de trabajo son sagradas. El revolucionario diría: "Todo esto carece de sentido". Igualmente apartaría a una ancianita de la vecindad de una imagen sagrada y le diría: "Dios no existe". Sin embargo, el ateo, entre los aristócratas, al pasar por delante de una iglesia se quita el sombrero.

Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por festones y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y por el que no se le ha pagado. Voy al zapatero y le digo: "Usted pide por un par de zapatos treinta coronas. Yo le pagaré cuarenta". Con esto he elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su probidad. En su imaginación, ya ve ante él los zapatos terminados. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel, sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos tendrán tantos festones y agujeros como sólo tienen los zapatos más elegantes. Entonces le digo: "Pero impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos". Ahora es cuando le he lanzado desde las alturas más dichosas al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he arrebatado toda la alegría.

Predico para los aristócratas. Soporto los ornamentos en mi propio cuerpo si éstos constituyen la felicidad de mi prójimo. En este caso también llegan a ser, para mí, motivo de alegría. Soporto los ornamentos del cafre, del persa, de la campesina eslovaca, los de mi zapatero, ya que todos ellos no tienen otro medio para alcanzar el punto culminante de su existencia. Pero nosotros tenemos el arte, que ha sustituido al ornamento. Después del trabajo del día, vamos al encuentro de Beethoven o de Tristan. Esto no lo puede hacer mi zapatero. No puedo arrebatarle su alegría, ya que no tengo nada que ofrecerle a cambio. En cambio, quien vaya a escuchar la Novena Sinfonía y luego se siente a dibujar un modelo de tapiz es un hipócrita o un degenerado.

La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes hasta alturas insospechadas. Las sinfonías de Beethoven no habrían sido escritas nunca por un hombre que tuviera que ir metido en seda, terciopelo y puntillas. El que hoy en día lleva una americana de terciopelo no es un artista, sino un bufón o un pintor de brocha gorda. Nos hemos vuelto más refinados, más sutiles. Los miembros de las tribus tenían que distinguirse por medio de los colores, el hombre moderno necesita su vestido como máscara. Su individualidad es tan grande que ya no la puede expresar en prendas de vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza intelectual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones antiguas y extrañas a su antojo. Concentra su capacidad de invención en otras cosas.

2 comentarios:

  1. Magnifica exposición, me ha producido sensaciones encontradas, lo he leído con atención (y lo tengo que volver ha hacer, por lo que no descarto otro comentario).
    Desde mi posición de minimalista sobrevenido, mantengo con un amigo intensos debates sobre este mismo tema, él es partidario de volver al artesanado lento y precioso, por el contrario yo mantengo las dudas de que eso sea posible hoy día (por lo de la rentabilidad de los trabajos y le pongo como ejemplo unas preciosas cajas de madera ornamentadas artesanalmente que la gente gusta pero no paga).
    Le pasaré el enlace a mi amigo y yo volveré a leer el artículo.
    Un cordial saludo
    Alberto Antonio (Ávalon)

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  2. “Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por festones y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y por el que no se le ha pagado. Voy al zapatero y le digo: "Usted pide por un par de zapatos treinta coronas. Yo le pagaré cuarenta". Con esto he elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su probidad. En su imaginación, ya ve ante él los zapatos terminados. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel, sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos tendrán tantos festones y agujeros como sólo tienen los zapatos más elegantes. Entonces le digo: "Pero impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos". Ahora es cuando le he lanzado desde las alturas más dichosas al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he arrebatado toda la alegría.”

    Este párrafo contiene una enorme crueldad irónica, pero demuestra que la alegría del artesano no depende del salario por su trabajo, si no del salario emocional del reconocimiento…

    Deseo resaltar el final: “Su individualidad es tan grande que ya no la puede expresar en prendas de vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza intelectual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones antiguas y extrañas a su antojo. Concentra su capacidad de invención en otras cosas.”

    Buen e inspirador artículo.
    Ávalon

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